Hace unos días pregunté a un amigo por un restaurante situado en la calle Casanova de Barcelona y me dijo que había cerrado. Ante mi extrañeza, mi amigo trató de aclarar el por qué del cierre: “se comía bien pero tenían unas maneras que no merecían el precio que pagabas”.

Como ejemplo, me contó lo que le había sucedido la última vez. “Eran las cuatro, estábamos a punto de pedir los cafés y el chef se presentó a la mesa para decirnos que espabiláramos porque tenían que cerrar”. La sangre no llegó al río, pero la anécdota con tintes de reyerta entre cliente y propietario del local es mucho más frecuente de lo que pensamos.

“Se comía bien pero tenían unas maneras que no merecían el precio que pagabas”

Si el chef de ese restaurante pecaba de poca empatía, el exceso de confianza también puede tener efectos devastadores para la salud del local. Esto le sucedió a un restaurante chino cuya calidad culinaria era inversamente proporcional al número decreciente de clientes que ocupaban las mesas. El secreto de la sinrazón estaba en el comedor.

El negocio familiar había sido concebido con los postulados de un gobierno bicéfalo. La cocina la gobernaba el marido, un magnífico cocinero chino que preparaba unas exquisiteces que en la Barcelona globalizada de hoy hubiera hecho las delicias de los paladares viajeros; el comedor, la esposa, una mujer de aspecto centroeuropeo.

“Si el chef de ese restaurante pecaba de poca empatía, el exceso de confianza también puede tener efectos devastadores para la salud del local”

Pero mientras el cocinero permanecía enfrascado en la transformación de la materia prima, en el comedor, la mujer se dedicaba a entrometerse en la conversación de los clientes y a monopolizar la charla hasta convertirla en un soliloquio dedicado al marido cocinero y “muy chino”. Su intromisión era tan exagerada que ·”la mujer pesadilla” se cristianizó en el peor acicate para volver al restaurante.

Tras probar mil y una técnicas para librarse de la verborrea tentacular de la dueña –comer sin hablar, no levantar la mirada o poner cara de pocos amigos– nos dimos por vencidos. El día que la señora cogió mis palillos y removió mi plato de wanton mee para contarme los milagros de la cocina cantonesa preparada por su marido cocinero y “muy chino”, decidí que sería el último como cliente. Aunque pague, el cliente no siempre tiene la razón, pero un mal servicio puede llevar un negocio a la ruina sin que la calidad de su cocina lo merezca.

“Se comía bien pero tenían unas maneras que no merecían el precio que pagabas”

Las quejas más habituales de los clientes cuando hablan del servicio de un restaurante suelen referirse a la lentitud, a la falta de profesionalidad y a la amabilidad austera de los camareros. En un restaurante, el cliente quiere sentirse como en casa. La calidad de la comida es el principal valor de un restaurante, pero como los humanos estamos cargados de manías, la mía son los lavabos.

Si un local tiene unos baños sucios, lo primero que hago es pensar en las condiciones higiénicas de la cocina. Los sumideros son el espejo del alma del local. El derecho de admisión también es un arma legal que tienen los locales para protegerse de clientes malcarados, caprichosos y con tendencias megalómanas. Pero de los malos clientes ya hablaremos. Merecen un capítulo aparte.